Se llamaban Pablo, Toni, Tula y Víctor.
Uno era un paciente que había visto hacía una semana para una revisión rutinaria, otro, nada más y nada menos que un compañero de los "de toda la vida" del hospital, la tercera la suegra de una amiga y el cuarto el padre de mi cuñada.
Todos fallecieron en menos de 48 horas y todos tenían nombre y apellidos. Y familia. Y ganas de vivir. Y sí, algunos eran "mayores" y, sí, todos tenían "comorbilidades" ¿Y?
Desde hace años todas las tragedias nos pillan a medio camino entre el morbo y la frialdad de las estadísticas. La prensa puede caer fácilmente en el sadismo, como vimos por ejemplo con las niñas de Alcácer, o pasar de puntillas entre la desgracia colectiva a base de convertirlos en cifras. En este caso, en el punto medio está la virtud.
Acostumbrados como estamos a que la epidemia de coronavirus se cuente en decenas de miles de infectados y cientos de muertos diarios la frialdad de los números nos hace escapar del gran drama que vivimos. Y sí, los periódicos intentan compensar haciendo un esfuerzo por preparar reportajes en los que se pone rostro, nombre y apellidos a los fallecidos, con historias cotidianas y vidas parecidas a las nuestras o a las de nuestros allegados. Pero es difícil que esas elegías, por muy bien narradas que estén, nos conmuevan. No son de los nuestros.
A los médicos, que somos humanos, nos pasa algo parecido. A pesar de que siempre nos duele que un paciente fallezca, no es lo mismo que se muera una paciente que has visto cinco días en planta o un paciente que controlas en la consulta desde hace diez años. Y no es lo mismo que el muerto sea un desconocido o un compañero y amigo.
Desde el primer momento se ha intentado deshumanizar las crisis con dos conceptos: son viejos y/o con comorbilidades. Cómo si fueran vidas que no fueran dignas de ser prolongadas, casi como si fueran pacientes en muerte vegetal a los que solo hay que desconectar. Pues no, la mayoría eran personas razonablemente sanas, con sus años o su hipertensión. Pero nos resulta más fácil deshumanizarlos. Más fácil y más práctico: porque como yo tengo menos años y no tengo ninguna enfermedad, no me pasará a mi.
Sobre la edad dejo un artículo magistral, el "Viejos muertos de miedo" de Elvira lindo.
El concepto de comorbilidad les ha ido muy bien, pero no es lo mismo un paciente con cáncer en cuidados paliativos que ser hipertenso o tener sobrepeso. Cuando nos planteamos que muere un paciente con comorbilidades pensamos en pacientes con enfermedades crónicas, graves e incurables, con pronóstico de vida malo a corto-medio plazo, al que, si no fuera una infección por coronavirus hubiera sido una gripe la que, desgraciadamente, se lo hubiera llevado. Pero para las estadísticas, el que era hipertenso o al que le sobraban 5 kilos, también tenían comorbilidades.
Siempre que voy a un funeral intento fijarme mucho en el dolor de la familia porque me hacer recordar que, mi día a día es una lucha para que ese momento le llegue lo más tarde posible, no solo a mis pacientes, sino también a sus familiares, y que, cada vez que un paciente se va, aunque tenga noventa años, deja hijos y nietos que lo lloran.
Siempre que voy a un funeral intento fijarme mucho en el dolor de la familia porque me hacer recordar que, mi día a día es una lucha para que ese momento le llegue lo más tarde posible, no solo a mis pacientes, sino también a sus familiares, y que, cada vez que un paciente se va, aunque tenga noventa años, deja hijos y nietos que lo lloran.
Así que para mi los fallecidos por coronavirus, además de ser 14.555 a día de hoy, no pueden ser solo un número: son también los nombres de Toni, de Tula, de Pablo y de Víctor.
Y este es mi pequeño homenaje para Feixa (porque sí, lo llamábamos por el apellido, como en el cole) Te echaremos de menos.
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