Como desgraciadamente no me ha dado tiempo para publicar nada para Sant Jordi (cuatro libros pendientes de darles el último repaso y enviar al corrector, menudo desastre) os dejo un relato que, siguiendo las preferencias de mis lectores alfa, he dejado fuera del libro de relatos, que todos no cabían.
Espero que os guste aunque sea el desheredado.
Foto generada por AI... hemos de mejorar!!!
Margarita brindó con su copa llena de cava chocándola con el aire, imaginando un chin chin como los que había compartido tantos años con Enrique, su esposo. A pesar de haber decidido celebrar sola, un año más, el fin de año, se había puesto sus mejores galas. Sonrió al recordar a su abuela, con su camisón de seda sin estrenar, guardado con su etiqueta por si tenia que ingresar en un hospital. Nadie nunca se lo llegó a ver puesto porque murió en su mecedora de forma repentina, envuelta en una horrible bata de mercadillo.
Aunque llegaba tarde para cumplir el dicho punk de «vive rápido, muere joven y tendrás un cadáver bonito», ya anclada en los ochenta, no renunciaba a irse lo más guapa posible, como hizo su madre. Y este año tenía la sensación de que era el definitivo.
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¿Qué se esconde detrás de un día señalado, sean festivos, santos, onomásticas o fiestas de guardar? En general poco más que fechas en el calendario que nuestra cultura ha decidido que son especiales y que, por tanto, hay que celebrarlas. ¿Es obligatorio? No. No solo se puede ir contracorriente sin que la sociedad nos aparte si no que hay especialistas en el tema y las excusas a poner son fáciles: Nochebuena y Navidad son fiestas religiosas y soy ateo (o agnóstico) argumento que aplica para los santos; no me gustan los petardos así que nada de Sant Joan; en Fin de Año todo es más caro y parece que sea obligatorio salir, así que me quedo en casa.
Estas y otras más originales son las excusas que tenemos para escapar del rebaño y no celebrar esos días, separándonos de las masas y yendo al cine como un tremendo acto de rebeldía, o quedándonos en casa convencidos de lo especiales que somos por no ser como los demás, como si el simple hecho de diferenciarnos nos hiciera mejores. Nadie soporta sentirse uno más, aunque todos lo seamos, y estas insumisiones adolescentes son parte del sistema de defensa de nuestro frágil ego.
Margarita miraba de reojo el calendario que, desde que empezó a regalarlo La Caixa, haría ya cuarenta años, no faltaba en la puerta de su nevera con muchos días pintarrajeados: los cumpleaños y santos en rojo, el resto de citas más mundanas, como ir al médico, en azul. La rutina de cada año la obligaba a, allá por la mitad de diciembre, cuando le llegaba el almanaque del año venidero, marcar todos y cada uno de esos días especiales que se repetían.
Su marido, entre el juego y la burla, anotaba en verde los días importantes para él, como el veinticinco de abril (nacimiento del Dios Johann Cruyff) o el veinte de mayo (fecha de la primera Copa De Europa del Barça).
El calendario de Margarita no era como el de resto de mujeres recién entradas en los setenta en los que lo que lo sobresaliente eran los cumpleaños y santos de sus hijos, nietos y amigos, a pesar de que tenía marcados todos y cada uno de los cumpleaños y santos de sus hijos, nietos y amigos (los que quedaban y los que se habían ido, porque en una especie de homenaje póstumo los seguía anotando como si tuviera que recordar felicitarlos).
Siendo un poco observador era fácil detectar una curiosidad en la vida de Margarita (ese trozo de cartón en la puerta de un frigorífico era curiosamente representativo) que había ido construyéndose de forma inexorable con el paso de los años, como una maldición.
No tendría sentido la historia si no empezaremos por contar que Margarita había nacido el uno de enero, lo que, en contra de lo que pueda pensarse, no es nada especial: estadísticamente es el día en el que más personas celebran su cumpleaños.
Pese a ser poco original no deja de ser una bonita fecha para empezar a montar un relato: tras las campanadas de mil novecientos cuarenta y cinco no solo empezó un nuevo año, sino también una nueva vida, metáfora fácil que habrán repetido cientos de familias. Margarita, además, nació con las campanadas. Su madre recuerda que su cabeza, en un parto veloz poco previsible para una primeriza, empezó a asomar en la primera y su primer llanto sonó justo sobre la duodécima. O eso decía.
Su infancia no fue especial y los días señalados, excepto el uno de enero, eran los de siempre: esperaba ansiosa Reyes y Sant Joan, sus favoritas, la Navidad, su santo el veinte de julio y esas vacaciones móviles tan difíciles de ubicar como la Semana Santa y la Segunda Pascua.
Todo empezó a cambiar en la adolescencia cuando Margarita perdió a su madre. La fecha podríamos considerarla como normal, el doce de octubre, pero para su madre, una española con mayúsculas, de las que añoraba a Franco porque con él ella vivía mejor, era día grande, de ponerse las mejores galas y sacar a pasear la bandera rojigualda con orgullo en la manifestación de la Fiesta Nacional de España. El once tocaba peluquería y el doce por la mañana maquillarse para estar bien guapa para uno de los acontecimientos del año. Así que, cuando murió al llegar de la manifestación, lo hizo en el apogeo de su belleza: cincuenta y un años tenía y se despidió sin dejar causa clara de su muerte. Quizás (llenemos el relato de una vida de poesía) de un exceso de orgullo.
Nadie reparó en la fecha, ni lo hicieron cuando su padre, un republicano que solo salió del armario con la muerte de una esposa que adoraba y a la que no se atrevía a contradecir ni en cuestiones veniales, ya no hablemos de las de relevancia como la filiación política, falleció justo una década después, un catorce de abril, Día de la República. Parecía que quisiera rendir homenaje y, a la vez, llevar la contraria a su amada y desaparecida mujer.
Entre las dos muertes Margarita tuvo dos hijos, una chica que nació el cuatro de mayo y una chico que nació el veinticuatro de junio. No fue hasta mucho tiempo después en que esos días, fruto de una pequeña investigación, tuvieron significado para ella: la niña compartía día de cumpleaños con su actriz icónica (si tuvo un modelo a admirar en su vida fue la elegancia de Audrey Hepburn) y el chico con el de su marido, casi (casi) a la altura de su amado Johann: Leo Messi.
Estas casualidades marcaron la vida de Margarita, entrando en ella como una parte importante de su día a día, como si fueran un trabajo o un amante.
Empezó, poco a poco, a cumplir con una rutina maligna, repleta de miedo y esperanza cada vez que se levantaba de la cama: repasaba el santoral y miraba si coincidía con las fechas de nacimiento o muerte de los ídolos de parientes y amigos o con las celebraciones especiales, esas que sus preferencias y su estilo de vida les hacía celebrar de forma especial.
—Mamá, tengo una noticia para darte —le explicó su hijo un día de finales de enero felizmente —. Marta está embarazada, ¡vas a ser abuela!
—¿Qué día nació Bruce Springsteen? —contestó Margarita.
—Ni idea.
—¿No eres tan fan?
—Sí, pero no sé cual es su fecha de nacimiento.
—Pues ese día nacerá tu hijo —respondió de forma rotunda.
—Qué rara eres madre… —concluyó su hijo negando con la cabeza después de escuchar la respuesta más inverosímil nunca dicha por una futura abuela.
Efectivamente, el veintitrés de septiembre, como The Boss, acudió puntual a su concierto con la vida su primer nieto.
Margarita tuvo la cordura suficiente para que esa fuera la última vez que dejara claro que conocía cuando iban a suceder todos esos sucesos importantes en su familia. Adivinar una fecha de nacimiento, además de ser fácil, daba pie a algarabía y felicidad que todos compartían. En el reverso oscuro de esta curiosa historia, la angustia se fue abriendo paso señalando fechas en las que la amenaza de que la dejara un ser querido eran cada vez más reales.
Cada once de septiembre esperaba la muerte de algún amigo independentista, el veintiocho de junio llamaba angustiada a su hermano gay y, el veinticinco de mayo, a su sobrina frikie. Su marido, al que no le conocía otra pasión que el Barça, tuvo la mala idea de, bromeando, darle una lista de fechas terribles para él: las catorce Champions del Madrid y las debacles de Sevilla contra el Steaua o contra el Milán, todas ellas (las dieciséis, en mayo)
Como esta perspectiva, Josep, su marido, pasaba los meses de mayo intentando convencer a su mujer entre chascarrillos de que en junio seguiría vivo.
—Hasta que no tengamos diez Champions no me muero. Y solo llevamos cinco —le decía intentando quitarle hierro al asunto, arrepentido de la broma de unos años atrás.
—Eso espero. No me gusta la idea de ser viuda y quedarme sola con mi calendario.
Su marido, a pesar de no creer ni por un instante las supersticiones de su esposa, era extremadamente comprensivo, no solo con los nervios de Margarita de cada mes de mayo en el que lo tenía que tener localizado casi al segundo. Respetaba estoicamente el extraño ritual que seguía cada día señalado que se basaba en repasar una lista de contactos a los que llamar: los posibles traspasados. Esa lista cada día era mayor porque Margarita, en una costumbre que le hizo ganarse fama de preguntona, aprovechaba cualquier conversación con un ser querido para saber más de sus aficiones y mitos.
—¿Te gustan los Beatles? —preguntó a su yerno cuando les puso de música de fondo a icónico grupo.
—Los adoro. Nadie ha hecho nada que se acerque. Pena que se separaran tan pronto. Maldita Yoko Ono —confesaba.
Llegar a casa, abrir Google (este y no otro fue el único motivo que tuvo en la vida para aprender a utilizar un ordenador) y anotar en un papel los días ocho de diciembre y diez de abril, correspondientes a la muerte de John Lennon y la separación del grupo, eran prioridad absoluta por encima de preparar la cena o ver el final de su concurso favorito.
—No te olvides el día del nacimiento de Yoko, el demonio —le tomaba el pelo su marido.
—Bien pensado cariño.
—Los designios del señor son escrutables — respondía con un juego de palabras.
—Dieciocho de febrero — dijo tras consultar su ordenador y apurarlo en el almanaque.
Pero si el peor mes era mayo, el día fatídico para Margarita era fin de año. Nacida el uno de enero estaba convencida de que moriría el treinta y uno de diciembre, posiblemente con las campanadas como banda sonora de su muerte. Su marido, en silencio, después de la cena, la cogía de la mano, le sonreía, y esperaban juntos pacientemente a que un nuevo año llegara y tuvieran paz hasta que se acercaran las hecatombes futbolísticas.
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Su marido falleció, evidentemente, en la peor derrota que recordaba. Fue un dieciocho de mayo, a las once y diez de la noche, justo a la hora en que el Milan marcó el cuarto gol. Se empezó a encontrar mal desde una hora antes, lo que debía coincidir con el silbido inicial, pero, para no angustiar a Margarita, no dijo nada. Como era de esperar, un infarto.
Si alguna vez Margarita había tenido la más mínima duda de que su vida era un recorrido de tren con las estaciones ya marcadas, el fallecimiento de su marido la finiquitó. En un patético último intento hizo trizas el almanaque, como si matar al mensajero fuera a destruir la verdad. Pocos meses después, su independentista sobrina Laia moría el once de septiembre con el destino y las Moiras sin hacer caso a que el calendario estuviera en el contenedor azul, bien reciclado.
Si con la edad es fácil encerrarse en uno mismo, castigado por la ausencia de sucesos emocionantes que te hagan descolgar el teléfono para contárselos a tus seres más cercanos, la falta de su marido, el único que no la trataba de majara por lo que había sido la gran afición de su vida, la remató.
Solo quedaban ella, el calendario y los colores rojo marcando fechas señaladas (que cada vez eran más) y azul de días en lo que hacer algún recado, cada vez más escasos.
Con cada nuevo calendario (La Caixa dejó de regalarlos y decidió comprarlos de gatitos, en una extraña decisión porque nunca le habían gustado esos animales ariscos) se acercaba el último día del año y de su vida, esperando que Dios (era creyente y confiaba en que ese ser supremo juguetón la juntara con seres queridos) respetara el único deseo que tenía.
Quería despedirse teniendo razón, irse cuando le tocaba, justo antes del sonido de la explosión de los corchos de miles de botellas de cava. Y por eso, año tras año, se ponía guapa (peluquería el treinta, maquillaje de boda y ropa de estreno para cenar el treinta y uno) y, tras una cena de gala, como la última de un reo condenado a muerte, se sentaba delante de la televisión. Brindaba, con la copa llena de cava chocándola en el aire, en un imaginario chin chin como el que había compartido tantos años con Enrique, su esposo, con el que hacía años que anhelaba reunirse. Y con la primera uva cerraba los ojos pensando, en una frase robada el repertorio culer y futbolero de su marido: «Aquest any, sí».
Si os ha gustado el relato os dejo los links para mis dos libros ;)
Lo que sucedió tras la muerte de mi madre