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lunes, 7 de noviembre de 2016

Al lugar donde fuiste feliz...

Rezaba en su canción Sabina que "al lugar donde fuiste feliz nunca debes tratar de volver". Acierta el poeta (y próximo premio Cervantes) como se suele acertar: de forma parcial.


He estado una semana en Menorca, un lugar donde he sido muy feliz en otras ocasiones: con mis padres hace 37 años, en una de las mejores vacaciones familiares, entre calas y partidas de remigio, con mi ex-mujer hace 20 veranos antes de ponernos a procrear, pero sobre todo hace 7, con una chica con la que solo había convertido una clara y que tras tres días en la isla se convirtió en mi pareja. 

Al año siguiente repetimos y, para que engañarnos, no fue lo mismo: nunca lo es. Ahí le doy la razón a Joaquín Sabina con su "al lugar donde fuiste feliz nunca debes tratar de volver". Idealizas un lugar, una compañía, un atardecer, unas vistas y cuando vuelves son diferentes. El tiempo, la luz, las personas, el agua, todo ha cambiado como en la paradoja del río de Heráclito.  Punto para Sabina.

No había vuelto a Menorca desde entonces y este año regresé al lugar del crimen pero en otras circunstancias y con diferentes expectativas: solo, a desconectar, sin pretensiones, sin intentar que estos días fueran especiales, sin buscar el amor o la magia. Allí estaba yo con mi ordenador para escribir, mis libros para leer, la playa para tostarme un poco más y los chiringuitos para meter un par de kilos, ya que estamos. 

No negaré que la melancolía me pasó cerca, rozando, al ir a ese chiringuito donde comimos por primera vez juntos, en el Camí de Cavalls yendo hacia cala Macarella (y Macaralleta), al pasear por Fornells y ver esos embarcaderos donde nos hicimos fotos, al recordar unos días que fueron extraordinarios pero que quedan muy lejos ya y que sé que no volverán. Es Plà ya no está ("es va fer foc") pero queda Es Cranc.


Pero la espanté (a la melancolía) y fue una gran semana de relax. Sin más. 

Hace años, en mis últimas vacaciones con mi madre y mi hermano, hicimos una escapada a La Herradura  donde habíamos vivido diez años atrás un par de agostos adolescentes rollo "Verano Azul": pueblo de pescadores casi sin edificar,  adolescentes sexys y nuestras primeras noches en la disco "La Kashba" (en mi caso solo algún rato aislado porque era demasiado enano). Todo quedó imborrable en nuestras memorias.

Aquí si, volver fue un error: contemplar unas edificaciones altas, feas y absurdas en primera línea (hablo desde la memoria de hace 25 años, igual ahora vuelvo y me parece que no está tan mal), con La Kasbah vacía y, por encima de todo, la ausencia de nuestra pandilla con esas adolescentes apetecibles. No había nada que recordara aquellos maravillosos veranos. Volvimos planchados: La Herradura había muerto para nosotros.


Volver al pasado es peligroso: la idealización de lo positivo de nuestros años mozos es algo tan humano como la autocomplacencia o el echarle la culpa a los demás. 

Pero lo peligroso no es el volver en sí mismo, son las expectativas con las que volvemos, la idea de que vamos a encontrar lo mismo que dejamos, impoluto, inmóvil, anclado en un pasado brillante. Que vamos a vivir las mismas sensaciones. Las rubias adolescentes de La Herradura han envejecido en la vida real pero no en nuestra mente, siguen teniendo la piel tersa, la mirada clara, los pechos erguidos, han bebido del elixir de la eterna juventud. El pueblo mantiene sus casitas bajas en primera línea y sigue funcionando ese cine al aire libre al que íbamos corriendo al acabar de cenar y del que volvíamos tras tomar un helado.

Pero todo esto ya no está y por eso, a veces, es peligroso volver al pasado. 

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