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miércoles, 23 de julio de 2025

Yo, robot. Tan lejos y tan cerca.

Yo, robot. Tan lejos y tan cerca.

Entre las personas a las que tengo cariño y no he tenido el placer de conocer se encuentra Isaac Asimov. Entre otros logros menores de este doctor en bioquímica se encuentra haber sido, junto a otro mindundi como Hitchcock con sus Los tres investigadores, el haberme aficionado a la lectura. 

    No soy consciente de todos los libros de ficción que he leído de Asimov. Más de diez, seguro. Recuerdo varios de Lucky Starr y la trilogía de Fundación, con sus precuelas y secuelas. Pero, por encima de todo, cuando oigo su nombre, pienso en las tres leyes de la robótica.

Para quienes no las conozcáis, aquí os las dejo:

Primera Ley: un robot no hará daño a un ser humano, ni por inacción permitirá que un ser humano sufra daño.


Segunda Ley: un robot debe cumplir las órdenes dadas por los seres humanos, excepto si dichas órdenes entran en conflicto con la primera ley.


Tercera Ley: un robot debe proteger su propia existencia en la medida en que esta protección no entre en conflicto con la primera o la segunda ley.

El año pasado recuperé de mi librería de soltero Lucky Starr, el Ranger del espacio. Me recordó mis lecturas adolescentes y poco más. Fue interesante leer un libro cuyas páginas se han vuelto mates con el paso del tiempo, y que hay que manipular con cuidado porque las hojas se van despegando del lomo. Detrás de ese libro, entretenido sin más, solo se intuye el genio de Asimov. Pero volver al pasado, a veces, es bonito

    Leyendo Yo, robot (nada que ver con la película, por cierto), también rescatado del baúl de los recuerdos —como podéis ver en la foto—, recordé por qué Asimov es (¿era?, ¿hay que utilizar el pasado cuando alguien muere?) un genio, un adelantado a su tiempo, tratando temas que hoy vuelven a estar en el centro del debate.

Como Orwell en su 1984, donde nos habla de unos líderes que todo lo ven y todo lo oyen, Asimov, con sus robots y sus tres leyes de la robótica, nos enfrenta —setenta y cinco años después de la publicación de Yo, robot en 1950— a los límites de la inteligencia artificial. La que tenemos y, sobre todo, la que vendrá.

Yo, robot cuenta historias (es una recopilación de nueve relatos cortos previamente publicados entre 1940 y 1950 en revistas de ciencia ficción) en las que los robots no se comportan como estaba previsto, y muestra los conflictos que pueden surgir al aplicar las tres leyes. En las dos últimas historias se plantea un debate más amplio: si un mundo gobernado por máquinas —pero regidas por las tres leyes— podría ser mejor. Y si los humanos aceptaríamos no estar al mando a cambio de un resultado óptimo: sin hambre, sin guerras, con progreso para todos. Da que pensar. ¿Cederíamos voluntariamente el control si supiéramos que el resultado sería ideal?

Haciendo un paralelismo con nuestra época, y cambiando “robots” por “IA” (que vienen a ser, más o menos, lo mismo si le quitamos la carcasa metálica), me llama la atención que nadie se haya preocupado por establecer unas “leyes de la robótica” para la inteligencia artificial, tanto la actual como la que viene. Al menos que yo sepa. O, si las hay, que no se haya discutido de forma pública. Claro que, si Elon Musk tiene su propia IA, una idea que se base en regular el proceso ya parece, de entrada, descabellada.

La IA (los robots con IA) será buena o será mala dependiendo de la regulación, de si está enfocada a mejorar la vida de los humanos o no. Y, lo más importante: si beneficiará a la humanidad en su conjunto o solo a unos pocos. Veo a alguien como Bill Gates liderando ese proyecto, pero no a Elon Musk.

Asimov, a diferencia de Orwell, no imaginó un futuro distópico, porque siempre dibujaba un mundo en el que los robots mejoraban la situación previa. ¿Un mundo ideal? No. Uno con problemas, siempre con una cierta  inquietud de que los robots fueran más allá de los límites... pero, sobre todo, de que los humanos cruzaran la línea y crearan algún robot sin las tres leyes de la robótica. Un mundo en el que los robots nos ayudarían a ser mejores.

¿Será capaz la IA?

        Para los que no tengan alergia a leer libros de hace 75 años... os dejo el link Yo,robot

sábado, 27 de enero de 2024

Ben Affleck y el padre del niño del patinete

 Ben Affleck y el padre del niño del patinete

Empecemos por algo obvio. No conozco a Ben Affleck. Sé de él lo que sale en los medios y he visto unas cuantas películas en las que participa. Pero, desde el desconocimiento y la distancia, me cae bien. Mucho.

Quizás porque en el primer film en el que lo recuerdo, Persiguiendo a Amy, me sentí identificado con el perdedor que interpretaba, un looser con muy pocas luces y unas oportunidades sentimiento-sexuales únicas que desperdiciaba de forma lamentable. Desde ahí lo he ido siguiendo en sus diferentes trabajos (Mallrats, El increíble Will Hunting, Gone girl) y a través de las noticias frívolas de la prensa amarillista y el maravilloso mundo de X (antes Twitter) y el meme. Además, año arriba, año abajo, es de mi quinta. Ya, él los lleva mejor...



Yo compadezco a Ben. Entiendo por lo que está pasando, pobre. Porque sé que su vida es triste, porque sufre, porque su día a día es de un aburrimiento insoportable que lleva con dignidad cristiana y, en algo que me admira, le da absolutamente igual que todo el mundo lo vea. Se ve en su forma de actuar en las películas, cuando recoge un premio o acompañando a su mujer: sin disimular. La icónica escena (riámonos de Audrey Hepburn fumando o Rita Hayworth y su guante) cuando abre la puerta del coche a su esposa (J. Lo) para acto seguido rodear el coche de forma parsimoniosa hasta  al lugar del conductor y pegar un portazo, con esa pinta de parado que tiene que llevar a la pesada de su suegra a cien kilómetros de casa cuando juega el Barça, me fascina. O cuándo va a comprar donuts, se pega una siesta al sol en un embarcadero o se fuma un piti en la puerta del curro. 


Vosotros que no lo entendéis como yo pensaréis aquello de que «pero si está casado con Jennyfer López (J. Lo para los amigos) que está como un queso», u os dejaréis llevar con la bagatela de que cobra millones de dólares por película (patrimonio aproximado de 150 millones de dólares) o, si sois un poco cuñados, haréis la broma simplona de que le hicieron firmar un acuerdo prenupcial que incluía sexo cuatro días a la semana cuando para vosotros el sexo es tan solo un bonito recuerdo de la juventud. 


Pero Ben sufre, lo sé y en un caso claro de sororidad masculina (si eso existe) lo apoyo: estoy con él a muerte. Ben #yositeentiendo. Si lo encontrara por mi barrio (hay muchos guiris, por qué no), le invitaría a una (o tres) cervezas en el pub inglés más cercano y lo acompañaría de la forma más masculina, y me refiero a la masculinidad de antes, posible, bebiendo juntos sin decir mucho o, mejor, sin decir nada. pago yo.





Me acordé de Ben para este post cuando este domingo íbamos a casa de mi madre a tomar el café tras comer toda la familia en un restaurante de la zona. Contexto: zona bien (antes llamada zona alta). Nos cruzamos con una familia con padre y madre impecablemente vestidos y trío de niños de anuncio de ropa de marca cara, Nicoli por ejemplo, en patinete. Éramos muchos de la familia caminando juntos (cuatro) y posiblemente ocupábamos toda la calzada, más allá de lo que las buenas maneras aconsejan. Somos una familia de delincuentes, qué le haremos. 


El pequeño de los tres niños de anuncio que nos quería adelantar nos ordenó de forma claramente impertinente algo así como «Señores, aparten» acercándose peligrosamente con el patinete. Nótese que el niño fue maleducado pero, a la vez, con un cierto regusto de saber estar, de elegir bien las palabras, huyendo del tuteo: se nota el colegio de pago. Un poco como el «con tacones y tejanos, arreglá pero informal».  




El padre, que iba justo detrás del mini-energúmeno, cerrando la procesión familiar, le increpó  con un «Borja Mari, eres un maleducado» (vale, no recuerdo el nombre pero tiro de cliché) y le recriminó repetidamente su actitud arrabalera, dejando claro que estaba absolutamente hasta las narices (diría que hasta las pelotas pero soy un un fino estilista literario) de ese fruto de su amor. El buen padre se disculpó con nosotros cien veces, aunque de alguna manera parecía, de forma extraña, que el hijo no era suyo y que debía había sido educado por unos feriantes búlgaros. 


Y ahí me recordó a mi amigo (imaginario) Ben. Elegante, vestido de domingo, con una bufanda de ciento cincuenta euros, un abrigo de quinientos, con una mujer guapa y estilosa y tres hijos envidiables (el pequeño no tanto pero las dos niñas parecían creadas por IA como mis fotos) pero con ganas de emborracharse, pedir una máquina del tiempo y volver atrás para liarse con la chica que fumaba porros en el colegio y que ahora debe llevar tatuajes hasta en el escote. 


Porque los ricos también lloran, los que viven en pisos de 350 metros cuadrados también se ahogan en su casa y, por mucho que tengan familias de anuncio, también tienen derecho, como Ben, a estar hasta las pelotas de su preciosa mujer ideal que le obliga a tener sexo cuatro días por semana, de sus hijos de anuncio con los que claudican y aceptan que se comporten como los malos en película del far west, y de tener que pensar en que invierten esos miles de euros de más que les han caído en el bono anual de la empresa o esos milloncejos de su última película. 

sábado, 22 de abril de 2023

Un día señalado (feliz Sant Jordi)

 Como desgraciadamente no me ha dado tiempo para publicar nada para Sant Jordi (cuatro libros pendientes de darles el último repaso y enviar al corrector, menudo desastre) os dejo un relato que, siguiendo las preferencias de mis lectores beta, he dejado fuera del libro de relatos, que todos no cabían. 


Espero que os guste aunque sea el desheredado.  

Foto generada por AI... hemos de mejorar!!!




UN DÍA SEÑALADO 

Margarita brindó con su copa llena de cava chocándola con el aire, imaginando un chin chin como los que había compartido tantos años con Enrique, su esposo. A pesar de haber decidido celebrar sola, un año más, el fin de año, se había puesto sus mejores galas. Sonrió al recordar a su abuela, con su camisón de seda sin estrenar, guardado con su etiqueta por si tenia que ingresar en un hospital. Nadie nunca se lo llegó a ver puesto porque murió en su mecedora de forma repentina, envuelta en una horrible bata de mercadillo.


Aunque llegaba tarde para cumplir el dicho punk de «vive rápido, muere joven y tendrás un cadáver bonito», ya anclada en los ochenta, no renunciaba a irse lo más guapa posible, como hizo su madre. Y este año tenía la sensación de que era el definitivo. 


————————————


¿Qué se esconde detrás de un día señalado, sean festivos, santos, onomásticas o fiestas de guardar? En general poco más que fechas en el calendario que nuestra cultura ha decidido que son especiales y que, por tanto, hay que celebrarlas. ¿Es obligatorio? No. No solo se puede ir contracorriente sin que la sociedad nos aparte si no que hay especialistas en el tema y las excusas a poner son fáciles: Nochebuena y Navidad son fiestas religiosas y soy ateo (o agnóstico) argumento que aplica para los santos; no me gustan los petardos así que nada de Sant Joan; en Fin de Año todo es más caro y parece que sea obligatorio salir, así que me quedo en casa. 


Estas y otras más originales son las excusas que tenemos para escapar del rebaño y no celebrar esos días, separándonos de las masas y yendo al cine como un tremendo acto de rebeldía, o quedándonos en casa convencidos de lo especiales que somos por no ser como los demás, como si el simple hecho de diferenciarnos nos hiciera mejores. Nadie soporta sentirse uno más, aunque todos lo seamos, y estas insumisiones adolescentes son parte del sistema de defensa de nuestro frágil ego.


Margarita miraba de reojo el calendario que, desde que empezó a regalarlo La Caixa, haría ya cuarenta años, no faltaba en la puerta de su nevera con muchos días pintarrajeados: los cumpleaños y santos en rojo, el resto de citas más mundanas, como ir al médico, en azul. La rutina de cada año la obligaba a, allá por la mitad de diciembre, cuando le llegaba el almanaque del año venidero, marcar todos y cada uno de esos días especiales que se repetían. 


Su marido, entre el juego y la burla, anotaba en verde los días importantes para él, como el veinticinco de abril (nacimiento del Dios Johann Cruyff) o el veinte de mayo (fecha de la primera Copa De Europa del Barça).


El calendario de Margarita no era como el de resto de mujeres recién entradas en los setenta en los que lo que lo sobresaliente eran los cumpleaños y santos de sus hijos, nietos y amigos, a pesar de que tenía marcados todos y cada uno de los cumpleaños y santos de sus hijos, nietos y amigos (los que quedaban y los que se habían ido, porque en una especie de homenaje póstumo los seguía anotando como si tuviera que recordar felicitarlos). 


Siendo un poco observador era fácil detectar una curiosidad en la vida de Margarita (ese trozo de cartón en la puerta de un frigorífico era curiosamente representativo) que había ido construyéndose de forma inexorable con el paso de los años, como una maldición.


No tendría sentido la historia si no empezaremos por contar que Margarita había nacido el uno de enero, lo que, en contra de lo que pueda pensarse, no es nada especial: estadísticamente es el día en el que más personas celebran su cumpleaños. 


Pese a ser poco original no deja de ser una bonita fecha para empezar a montar un relato: tras las campanadas de mil novecientos cuarenta y cinco no solo empezó un nuevo año, sino también una nueva vida, metáfora fácil que habrán repetido cientos de familias. Margarita, además, nació con las campanadas. Su madre recuerda que su cabeza, en un parto veloz poco previsible para una primeriza, empezó a asomar en la primera y su primer llanto sonó justo sobre la duodécima. O eso decía. 


Su infancia no fue especial y los días señalados, excepto el uno de enero, eran los de siempre: esperaba ansiosa Reyes y Sant Joan, sus favoritas, la Navidad, su santo el veinte de julio y esas vacaciones móviles tan difíciles de ubicar como la Semana Santa y la Segunda Pascua.


Todo empezó a cambiar en la adolescencia cuando Margarita perdió a su madre. La fecha podríamos considerarla como normal, el doce de octubre, pero para su madre, una española con mayúsculas, de las que añoraba a Franco porque con él ella vivía mejor, era día grande, de ponerse las mejores galas y sacar a pasear la bandera rojigualda con orgullo en la manifestación de la Fiesta Nacional de España. El once tocaba peluquería y el doce por la mañana maquillarse para estar bien guapa para uno de los acontecimientos del año. Así que, cuando murió al llegar de la manifestación, lo hizo en el apogeo de su belleza: cincuenta y un años tenía y se despidió sin dejar causa clara de su muerte. Quizás (llenemos el relato de una vida de poesía) de un exceso de orgullo. 


Nadie reparó en la fecha, ni lo hicieron cuando su padre, un republicano que solo salió del armario con la muerte de una esposa que adoraba y a la que no se atrevía a contradecir ni en cuestiones veniales, ya no hablemos de las de relevancia como la filiación política, falleció justo una década después, un catorce de abril, Día de la República. Parecía que quisiera rendir homenaje y, a la vez, llevar la contraria a su amada y desaparecida mujer. 


Entre las dos muertes Margarita tuvo dos hijos, una chica que nació el cuatro de mayo y una chico que nació el veinticuatro de junio. No fue hasta mucho tiempo después en que esos días, fruto de una pequeña investigación, tuvieron significado para ella: la niña compartía día de cumpleaños con su actriz icónica (si tuvo un modelo a admirar en su vida fue la elegancia de Audrey Hepburn) y el chico con el de su marido, casi (casi) a la altura de su amado Johann: Leo Messi. 


Estas casualidades marcaron la vida de Margarita, entrando en ella como una parte importante de su día a día, como si fueran un trabajo o un amante. 


Empezó, poco a poco, a cumplir con una rutina maligna, repleta de miedo y esperanza cada vez que se levantaba de la cama: repasaba el santoral y miraba si coincidía con las fechas de nacimiento o muerte de los ídolos de parientes y amigos o con las celebraciones especiales, esas que sus preferencias y su estilo de vida les hacía celebrar de forma especial.


—Mamá, tengo una noticia para darte —le explicó su hijo un día de finales de enero felizmente —. Marta está embarazada, ¡vas a ser abuela! 

—¿Qué día nació Bruce Springsteen? —contestó Margarita. 

—Ni idea. 

—¿No eres tan fan?

—Sí, pero no sé cual es su fecha de nacimiento.

—Pues ese día nacerá tu hijo —respondió de forma rotunda. 

—Qué rara eres madre… —concluyó su hijo negando con la cabeza después de escuchar la respuesta más inverosímil nunca dicha por una futura abuela. 


Efectivamente, el veintitrés de septiembre, como The Boss, acudió puntual a su concierto con la vida su primer nieto. 


Margarita tuvo la cordura suficiente para que esa fuera la última vez que dejara claro que conocía cuando iban a suceder todos esos sucesos importantes en su familia. Adivinar una fecha de nacimiento, además de ser fácil, daba pie a algarabía y felicidad que todos compartían. En el reverso oscuro de esta curiosa historia, la angustia se fue abriendo paso señalando fechas en las que la amenaza de que la dejara un ser querido eran cada vez más reales. 

 

Cada once de septiembre esperaba la muerte de algún amigo independentista, el veintiocho de junio llamaba angustiada a su hermano gay y, el veinticinco de mayo, a su sobrina frikie. Su marido, al que no le conocía otra pasión que el Barça, tuvo la mala idea de, bromeando, darle una lista de fechas terribles para él: las catorce Champions del Madrid y las debacles de Sevilla contra el Steaua o contra el Milán, todas ellas (las dieciséis, en mayo) 


Como esta perspectiva, Josep, su marido, pasaba los meses de mayo intentando convencer a su mujer entre chascarrillos de que en junio seguiría vivo. 


—Hasta que no tengamos diez Champions no me muero. Y solo llevamos cinco —le decía intentando quitarle hierro al asunto, arrepentido de la broma de unos años atrás. 

—Eso espero. No me gusta la idea de ser viuda y quedarme sola con mi calendario.


Su marido, a pesar de no creer ni por un instante las supersticiones de su esposa, era extremadamente comprensivo, no solo con los nervios de Margarita de cada mes de mayo en el que lo tenía que tener localizado casi al segundo. Respetaba estoicamente el  extraño ritual que seguía cada día señalado que se basaba en repasar una lista de contactos a los que llamar: los posibles traspasados. Esa lista cada día era mayor porque Margarita, en una costumbre que le hizo ganarse fama de preguntona, aprovechaba cualquier conversación con un ser querido para saber más de sus aficiones y mitos. 


—¿Te gustan los Beatles? —preguntó a su yerno cuando les puso de música de fondo a icónico grupo. 

—Los adoro. Nadie ha hecho nada que se acerque. Pena que se separaran tan pronto. Maldita Yoko Ono —confesaba. 


Llegar a casa, abrir Google (este y no otro fue el único motivo que tuvo en la vida para aprender a utilizar un ordenador) y anotar en un papel los días ocho de diciembre y diez de abril, correspondientes a la muerte de John Lennon y la separación del grupo, eran prioridad absoluta por encima de preparar la cena o ver el final de su concurso favorito.


—No te olvides el día del nacimiento de Yoko, el demonio —le tomaba el pelo su marido. 

—Bien pensado cariño. 

—Los designios del señor son escrutables — respondía con un juego de palabras. 

—Dieciocho de febrero — dijo tras consultar su ordenador y apurarlo en el almanaque.


Pero si el peor mes era mayo, el día fatídico para Margarita era fin de año. Nacida el uno de enero estaba convencida de que moriría el treinta y uno de diciembre, posiblemente con las campanadas como banda sonora de su muerte. Su marido, en silencio, después de la cena, la cogía de la mano, le sonreía, y esperaban juntos pacientemente a que un nuevo año llegara y tuvieran paz hasta que se acercaran las hecatombes futbolísticas. 


————————————————


Su marido falleció, evidentemente, en la peor derrota que recordaba. Fue un dieciocho de mayo, a las once y diez de la noche, justo a la hora en que el Milan marcó el cuarto gol. Se empezó a encontrar mal desde una hora antes, lo que debía coincidir con el silbido inicial, pero, para no angustiar a Margarita, no dijo nada. Como era de esperar, un infarto. 


Si alguna vez Margarita había tenido la más mínima duda de que su vida era un recorrido de tren con las estaciones ya marcadas, el fallecimiento de su marido la finiquitó. En un patético último intento hizo trizas el almanaque, como si matar al mensajero fuera a destruir la verdad. Pocos meses después, su independentista sobrina Laia moría el once de septiembre con el destino y las Moiras sin hacer caso a que el calendario estuviera en el contenedor azul, bien reciclado. 


Si con la edad es fácil encerrarse en uno mismo, castigado por la ausencia de sucesos emocionantes que te hagan descolgar el teléfono para contárselos a tus seres más cercanos, la falta de su marido, el único que no la trataba de majara por lo que había sido la gran afición de su vida, la remató. 


Solo quedaban ella, el calendario y los colores rojo marcando fechas señaladas (que cada vez eran más) y azul de días en lo que hacer algún recado, cada vez más escasos.


Con cada nuevo calendario (La Caixa dejó de regalarlos y decidió comprarlos de gatitos, en una extraña decisión porque nunca le habían gustado esos animales ariscos) se acercaba el último día del año y de su vida, esperando que Dios (era creyente y confiaba en que ese ser supremo juguetón la juntara con seres queridos) respetara el único deseo que tenía. 


Quería despedirse teniendo razón, irse cuando le tocaba, justo antes del sonido de la explosión de los corchos de miles de botellas de cava. Y por eso, año tras año, se ponía guapa (peluquería el treinta, maquillaje de boda y ropa de estreno para cenar el treinta y uno) y, tras una cena de gala, como la última de un reo condenado a muerte, se sentaba delante de la televisión. Brindaba, con la copa llena de cava chocándola en el aire, en un imaginario chin chin como el que había compartido tantos años con Enrique, su esposo, con el que hacía años que anhelaba reunirse. Y con la primera uva cerraba los ojos pensando, en una frase robada el repertorio culer y futbolero de su marido: «Aquest any, sí».


Si os ha gustado el relato os dejo los links para mis dos libros ;)


Lo que sucedió tras la muerte de mi madre